Por la coyuntura actual me ha tocado, a la fuerza, analizar y filosofar acerca de ciertos regalos que nos regala nuestra biología animal que hasta ahora no habían ocupado un lugar en mi raciocinio.
Cómo es de agradable ir directo al baño luego de una noche de descanso a readquirir la paz interior mediante la expulsión de lo que, a pesar de estar corporalmente adentro, no se considera como nuestro. Me refiero a aquellas materias indeseadas y despreciadas que la misma biología destierra desde la profundidad de nuestro ser. Dicha acción, empero ser fuente de un placer infinito, no es reconocida por nadie como tal. Se ha preferido denominar despectivamente como una "necesidad fisiológica" (aun cuando dentro de esta misma categoría también se pueda incluir el dormir o el comer) y aunque es innegable que esa es claramente su connotación, es mi deber como ciudadano del mundo destacar que la conducción de la suciedad hacia el afuera, reviste al ser humano de sensaciones de bienestar y plenitud que difícilmente se conseguirían por otra vía. Debo confesar que yo fui de aquellos a los que la excreción les parecía rutinaria, monótona e incluso trivial. Pero justamente hoy, mientras escribo estas escatológicas líneas, descubrí lo contrario.
En enero de este año, hace aproximadamente un mes, todos los que residimos en mi casa viajamos lejos a descansar del agobio de esta ciudad gobernada por la basura y el hampa y así, nuestra morada quedó vacante por algo más de 2 semanas. Cuando ya casi se cumplía nuestro tiempo de descanso, un tubo del apartamento superior al nuestro estalló gestando aquí abajo una tormenta perfecta, con rayos y centellas inclusive. Estoy seguro que los vecinos propiciaron todo con las mejores intenciones para darnos una buena bienvenida (pues son tan generosos y afables que, sin duda, decidieron lavarnos las paredes, el techo, los tapetes y el piso de madera por su cuenta), sin embargo, el altruismo esta vez no les salió muy bien. Mi abuela, la única persona externa con llaves de la puerta de entrada, tuvo que venir corriendo (si, corriendo) con sus casi ochenta años a solucionar el conflicto porque el agua, que ya se colaba por el quicio de la puerta, amenazaba con convertirse en una cascada por las escaleras que dan a la recepción. Ella, con ayuda del portero, de un niño de un par de pisos más arriba, y de su ayudante doméstica (de casi 70 años), se pusieron trapero en mano a secar los listones del suelo.
Al regresar los moradores encontramos un pantano. El panorama era desolador y daba grima: un tapete blanco de lana virgen de oveja, que además de recibir la mayor parte de la descarga, estaba putrefacto y olía a cadáver, las paredes parecían regias obras de arte moderno con manchas irregulares y la pintura en tercera dimensión, y por supuesto, el hasta entonces impecable piso de madera, quedó tan levantado como las lozas del Transmilenio.
Reconozco que nos sufragaron las erogaciones económicas, pero mi desgaste moral ha sido inhumano. Arreglar el suelo ha implicado varios días de cambio de tablas, pulimento, y hoy justamente, de lacado. Este procedimiento requiere que los tablones no sean pisados en por lo menos en 6 o 7 horas, situación que ha dejado inutilizados 3 baños desde el amanecer. Siendo casi la una de la tarde, aún no he podido acudir al mingitorio a hacer el menester, y es justamente por esta razón que recapacito y rememoro las delicias y virtudes de sentarse en aquella porcelana blanca a reflexionar un par de minutos antes de iniciar la jornada. Bienaventurados ustedes, lectores, que han recuperado su espacio de almacenamiento interno desde las horas del alba.
He tenido diversos planes de acción. Desde ir al centro comercial más cercano en busca de una taza hasta coger el carro e irme a la finca para poder tener una higiénica privacidad, pasando incluso por la opción utilizar el baño del servicio (único que está habilitado por estar lejos del área de trabajos). Esta última de las alternativas se descartó de forma inmediata en razón a que el espacio en comento es el santuario de una mujer preñada que está próxima a romper su fuente. Ejecutar cualquiera de los otros planes necesariamente implicaba salir sin bañarme, con el pelo creciendo en contra de la fuerza de la gravedad y con la piel brillante. Así que no me quedó otra que filosofar sobre la deyección. Y desde mi lecho de intoxicación les ruego a todos: luchen por conservar esa capacidad de expulsión tan intacta y tan regular como puedan, pues además de placentera, es restaurativa de la armonía del cuerpo.
Podría seguir infinidad de párrafos plasmando mis divergentes razonamientos fecales e indecentes; el tema es inagotable, pero creo que ya ha sido suficiente. Me resta únicamente pedir perdón por mis raciocinios a todos aquellos que, con seguridad, se escandalizan. A esas personas les pido disculpas en este mismo instante, de rodillas si fuere necesario, y les ruego encarecidamente que no dejen de leerme. Este humilde redactor les reconoce su naturaleza sobrenatural y única de no tener la necesidad de ir al baño, y por lo mismo, acepta que lo consideren inmoral y descarado. A los que como yo, tenemos un sistema excretor activo, les solicito que vean este artículo como la visibilización de los pequeños regalos y placeres de la fisiología humana.
Querido Desgraciado,
ResponderEliminarTiene toda la razon,hacer del cuerpo regularmente,como dicen los campesinos,es una necesidad fisiologica que no apreciamos lo suficiente, hasta que se nos altera de alguna forma.
EliminarNuestro recién inaugurado Blog ha tenido su primer comentario en línea. Ha sido anónimo.
Agradezco al humilde lector sus apreciativas palabras, no solo por reconocer esta verdad que hemos evidenciado, sino por tomarse la tarea de motivar al autor. Bien por su él y por su bienfamado sistema excretor!