8 de marzo de 2013

El Desgraciado Llora en el Trabajo

Yo no sé si el inicio de la vida laboral es tan traumático para todas las personas como está siendo para mi. Aquí mi experiencia.


Hace un par de años, por recomendación de un amigo mío cercano, terminé trabajando para quien fuere mi profesor de derecho societario. Él, uno de los abogados comercialistas más reconocidos en la materia, me asignó la tarea de estar pendiente de su oficina y de sus negocios en razón a que durante ese periodo tendría que ausentarse de la ciudad por espacios cortos de tiempo. El trabajo encomendado consistía fundamentalmente en cuidar de su santuario jurídico, lo que me significaba estar en contacto con sus clientes y empezar a empaparme de sus quehaceres. El panorama parecía fascinante. Sin embargo, con el pasar de los días, me percaté de que tal paraíso nunca existió. Mis funciones no eran más que las de cualquier secretaria competente y me convertí en blanco de preguntas y afrentas que con mi escaso conocimiento no podía resolver. 

El primer cometido que mi nuevo jefe me encargó fue el de redactar, en inglés, un contrato de compraventa de acciones en el que una entidad del sector agropecuario adquiría otra compañía cuyo objeto social se presentaba como conexo al de la primera. Las cifras eran astronómicas, las cantidades accionarias fueron abrumadoras, y así, el negocio jurídico que yo debía estructurar con mi propio y mediocre intelecto, parecía un laberinto sin salida. 

Por supuesto que a mis escasos 22 años yo ni siquiera sabía de la existencia de ese tipo de acuerdos por lo que, en mi inocencia de recién empleado, opté por preguntarle a mi comendador: "Doctor, ¿me podría ayudar a redactar el documento?" Su respuesta fue tajante: "No tengo tiempo, le voy a mandar uno que ya está hecho y usted solamente tiene que cambiar los nombres de las partes y acomodar las condiciones del negocio". Me pareció justo. Bajo esa premisa el quehacer no parecía tan complejo. Recibí el contrato guía, lo leí y ahí mismo vi mi mundo caerse a pedazos. El texto que me llegó era totalmente diferente a lo que se me pedía. 

Con mucha entereza y esfuerzo logré confeccionar un escrito con algunas notas al pié de página y apartes subrayados con el fin de pulir las falencias bajo la orientación del Doctor. Se lo mandé y cuando él vislumbró mi documento lleno de párrafos resaltados y apuntes con preguntas, se puso furioso y me dijo que en su oficina "nadie escribía en amarillo", que hiciera una versión final como si fuera a entregárselo al cliente y que únicamente ahí el revisaría. Me repuse e hice lo que se me ordenó. Lo envié de nuevo, pero ahora palabras amargas taladraron mis oídos: "reestructúrelo, está muy largo, la mitad de las cláusulas son impertinentes y están mal redactadas". Lo volví a hacer desganado y lo reenvié. "¿¡¡Dónde está la cláusula que estipula que las partes retendrán las utilidades del ejercicio inmediatamente anterior!!?" me señaló con saña. "Ahí está Doctor, en la página número 32". "Ah, si, pero sabe, esa estipulación está muy 'chimba', vuelva a redactarla". Sin saber que más hacer, acudí a  mis amigos, abogados y no abogados, para entre todos sacar adelante el contrato. Lo despaché y en esta ocasión el señor muy comedido y generoso contestó un muy diciente "ok".

Por fortuna, la siguiente semana el Doctor se largó de viaje y ahora era yo quien estaba a cargo. ¿Pero a cargo de qué? la oficina se componía de una secretaria, y yo. Bueno, al menos el tirano estaba lejos y podría yo tener un poco de paz. En esos días, empero, no tuve nada que hacer salvo contestar llamadas y dar órdenes de pago de cheques. La circunstancia se hizo insoportable. Me levanté todos los días como una plañidera pensando en la tristeza de tener que gastar mis tardes de estudiante en un búnker de mala energía jurídica así que renuncié mediante una comunicación enviada por correo electrónico en la que, además de disculparme, rogaba unos minutos para agradecerle físicamente la oportunidad que me otorgó. (Sí, muy descortés hacerlo por email pero preferí ser grosero a tener que exponerme de nuevo a una humillación). Pasados unos poquísimos minutos y tal como era de esperarse, el Doctor contestó con un locuaz "ok, no tengo tiempo para reuniones." Y así me fui, alivianado por haber salido del infierno. Duré 15 días de empleado (jornadas que por cierto no me remuneraron de ninguna forma).

A raíz de la antedicha experiencia quedé traumatizado con el derecho y con el mundo laboral. Aún hoy, luego de terminar mis materias, me da pánico cuando me toca pensar en trabajar. Me da ansiedad, insomnio y un sentimiento incontrolable de estar equivocado. Esta cadena de dolores me ha obligado a encerrarme en mi casa a escribir entradas de blog para ver pasar el tiempo sin sentirme del todo improductivo.


1 comentario:

  1. Hay otro desgraciado y es el jefe, que levita cada vez que alguien llora en el trabajo; llego de la nada se posesiona en un cargo para el cual no tiene ni idea, es un levantado, yo creo que no quiere ni a la mamá.

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