Nada me gustaría más en este momento de la vida que infiltrarme entre los cardenales de la Iglesia Católica para participar activamente en el cónclave que elegirá al sucesor de Joseph Ratzinger. Ejecutar una maquinación en ese sentido, sin embargo, implica correr el riesgo de ser elegido Sumo Pontífice.
Desde que Benedicto XVI renunció al trono de Pedro he estado pensando en que bien podría yo asistir de incógnito al Cónclave del año 2013. Me será menester copiar los atuendos purpurados y envejecer un poco a punta de maquillaje, volar a Roma en clase ejecutiva y alquilar una piecita en el magnifico hotel Hiberia (de tres estrellas) cerca del palacio del Quirinal. Eso no representará problema alguno y por el contrario, me permitirá acercarme cada vez más a los frescos de Miguel Ángel.
Lo primero que haré será fingir una absoluta imposibilidad para identificarme correctamente. Atinaré a decirle al Camarlengo, en un mediocre italiano, que dirijo un obispado muy pequeño en la sabana de Bogotá, que mi sede eclesiástica se encuentra en la Basílica de San Roberto, que mi cardenalato me fue concedido en el último consistorio del año 2012 y que, por sobre todo, vengo a votar por él, porque lo reconozco como líder pulcro y correcto. Ahí mismo, con seguridad, veré las puertas abrirse para mi toda vez que el Camarlengo preferirá a asegurar mi voto así no esté muy seguro de mi identidad.
Lo primero que haré será fingir una absoluta imposibilidad para identificarme correctamente. Atinaré a decirle al Camarlengo, en un mediocre italiano, que dirijo un obispado muy pequeño en la sabana de Bogotá, que mi sede eclesiástica se encuentra en la Basílica de San Roberto, que mi cardenalato me fue concedido en el último consistorio del año 2012 y que, por sobre todo, vengo a votar por él, porque lo reconozco como líder pulcro y correcto. Ahí mismo, con seguridad, veré las puertas abrirse para mi toda vez que el Camarlengo preferirá a asegurar mi voto así no esté muy seguro de mi identidad.
Durante toda esta primera etapa de mi conspiración se llevarán a cabo las sesiones preparatorias del cónclave, pero a ellas no podré asistir porque al hacerlo echaría a perder mi confabulación. Para excusarme de acudir a las reuniones aduciré, al igual que el cardenal Karol Wojtyla en 1978 cuando se dirigía al cónclave que lo eligió como Pontífice, que en la última salida de campo mi vehículo se averió a unos 50 kilómetros del Vaticano y que por eso llegaré tarde, apenas para dejar mis maletas en la residencia de Santa Marta y correr hacia el interior de la Capilla Sixtina.
Participaré en la eucaristía Pro Eligendo Pontífice, donde me ubicaré estratégicamente cerca del verdadero cardenal colombiano. A él le susurraré mi plan y le aseguraré que, si me acolita mi estancia como cardenal elector cum clavis (bajo llave), no sólo votaré por él sino que además le haré campaña entre los cardenales europeos, a quienes compraré subrepticiamente con sustanciosas copas de coñac como lo hizo también varias veces el eterno papable Giuseppe Siri, quien como arzobispo de Génova asistió a cuatro cónclaves (y a dos de ellos como preferiti).
Este, afortunadamente para mi, será un cónclave breve; no me puedo ausentar del altiplano cundiboyacence más que una semana. Desde el siglo el siglo XIX ninguna de las reuniones ha durado más de cuatro días (El cónclave que eligió a Pío XII duró uno, los de Juan Pablo I y Benedicto XVI dos, el de Juan Pablo II y Pablo VI tres, y el de Juan XXIII duró 4 días), aunque esto no fue siempre así. El cónclave de 1268 duró 33 meses y hubiera durado más de no ser porque los habitantes de Viterbo, al norte de Roma, le arrancaron el techo al edificio donde se alojaban los cardenales y les dieron sólo pan y agua para comer a fin de apurarlos.
Volviendo a mi planeación, debo analizar que existe un riesgo muy serio que he decidido correr. Recordemos que los únicos en la vida reciente del catolicismo que han sido favoritos para el máximo cargo y que a la postre fueron elegidos fueron Pablo VI y Benedicto XVI y que, de resto, las elecciones han sido sorpresivas (para nombrar las dos arquetípicas: Juan Pablo II y Juan XXIII). En esta ocasión no será distinto. El Colegio Cardenalicio está muy polarizado y eso es algo que puede trastocar un poco mis esquemas de vida a futuro. Luego de un par de fumatas negras se evidenciará en la Capilla que es necesario buscar un candidato alterno que unifique los dos tercios de los votos para desatorar los comicios. Ese aspirante alternativo podría indudablemente ser yo en razón a mis cualidades intrínsecas y a los varios licores que ya le habré suministrado a todos los sufragantes. Me elegirán y aceptaré encantado el encargo incluso a pesar de que al arzobispo de Bogotá le de un derrame cerebral de la envidia.
Mi primer acto de pontificado será ratificar inmediatamente el canon 332 §1 del Código de Derecho Canónico y el artículo 88 de la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis que señalan que cualquier hombre católico bautizado puede ser Papa. Así ya no quedarán dudas de mi elección. En ese mismo momento confesaré que ni siquiera soy sacerdote y que requiero inmediatamente al decano de los cardenales para que me ordene. Con posterioridad a mi unción como clérigo, elegiré el nombre de Docuro I (por ser éste un acrónimo de Dolebis, Cum Rogaberis -que significa Desgraciado en latín-) y saldré a dar la bendición urbi et orbi.
Mi primer acto de pontificado será ratificar inmediatamente el canon 332 §1 del Código de Derecho Canónico y el artículo 88 de la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis que señalan que cualquier hombre católico bautizado puede ser Papa. Así ya no quedarán dudas de mi elección. En ese mismo momento confesaré que ni siquiera soy sacerdote y que requiero inmediatamente al decano de los cardenales para que me ordene. Con posterioridad a mi unción como clérigo, elegiré el nombre de Docuro I (por ser éste un acrónimo de Dolebis, Cum Rogaberis -que significa Desgraciado en latín-) y saldré a dar la bendición urbi et orbi.
Será para el mundo entero una sorpresa pero no habrá razón para alarmarse. Prometeré solemnemente sacar a la Iglesia del atolladero en el que está, recuperaré a los fieles que han migrado a falsas iglesias de garaje, modernizaré la institución haciéndola más humana pero sin perder su esencia y seré un verdadero guía espiritual.
Posiblemente, al igual que Juan Pablo I, mi deceso se produzca pronta y repentinamente y se origine así un nuevo cónclave o tal vez mi pontificado dure mucho dada mi juventud. La extención de mi mandato no tendrá como referencia la edad sino mis obras. Juan XII, “el Papa Fornicario”, tenía apenas 16 años cuando fue elegido Pontífice en el año 955 y tan solo duró nueve años en el asiento del Apóstol.
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