15 de marzo de 2013

Tragédia Doméstica: ¡EMBARAZO!


Nuestra empleada, una mujer de unos 36 años, se preñó a mediados del año pasado. Por supuesto que pasaron largos tres meses desde la concepción hasta que la mujer le pidió una audiencia a su patrona (mi madre) para confesar la situación.


Hace alrededor de un año nuestra asistente de toda la vida renunció irrevocablemente a seguir prestando sus servicios personales en nuestra morada. Ella había accedido finalmente a su pensión de vejez y la opción de cuidar a sus nietas y ayudar a sus hijos se le presentó como la más viable en ese momento de su vida. En su reemplazo, acogimos a una mujer un tanto mayor, frágil y de buena actitud (aunque a la postre resultara de negra alma y bajas intenciones). La nueva, al cabo de dos meses de iniciar labores, decidió que la mejor manera de agradecer nuestro excelente patronazgo era delinquiendo en el seno de nuestra casa. Se robó una cantidad considerable de bienes preciados no sin antes erigir una fachada taimada de víctima inocente; fue despedida inmediatamente lo que inexorablemente conllevó a la génesis de una tempestad sin precedentes. 

Durante días, si no semanas, las tareas domésticas se distribuyeron entre todos los habitantes de nuestro hogar: mi padre cocinaba muy bien, todos llevábamos los platos al fregadero, mi pobre madre los lavaba hasta altas horas de la noche luego de llegar cansada de trabajar y mi hermana y yo (que en ese entonces estudiábamos durante todo el día) escasamente lográbamos hacer nuestras camas. El esquema se hizo insostenible y la armonía familiar amenazaba con volverse oprobio. Hubo discusiones, peleas, agravios, suciedad, una montaña de ropa puerca y, sobre todo, muchísima angustia hasta el instante en que por fin encontramos a alguien que viniera a apersonarse de los quehaceres de la casa. 

Llegó una mujer conocida, con una actitud amable y un comportamiento aceptable. Parecía que por fin restauraríamos nuestro equilibrio, pero la realidad era aún mezquina y adversa. En julio del año pasado, ante nuestros ojos ciegos, la empleada (en su salida semanal, vale aclarar) decidió tener una merecida sesión de actividades lúdicas en compañía de un hombre amigo suyo. Producto de aquella placentera faena, un vástago se instaló en su interioridad y empezó a crecer dentro de ella. Nadie lo notaba, estábamos embebidos en la eficiencia que demostraba. Y no fue hasta finalizado el año pasado cuando la señora optó por confrontar a mi madre y confesar su fechoría (el crío tendría alrededor de 4 meses de gestación). “En esta casa ya no vivimos cinco sino seis; hay otra persona adicional que crece y se alimenta al lado de ustedes. Su residencia es mi útero”. Shock absoluto. Mi progenitora, sin saber cómo actuar, se quedó callada por una semana entera. No sabía como hacer pública la tragedia y anticipaba las peores reacciones mías y de mi padre. 

Un día cualquiera (posterior al cataclismo), cenábamos chuletas de cerdo y conversábamos animadamente como de costumbre. Cuando íbamos terminando los manjares, la tensión se apoderó del ambiente. Mi mamá, muy angustiada y con lágrimas en los ojos, dijo en un susurro “ella está embarazada…”. Mi primer pensamiento fue el de un lactante pidiendo leche materna a los alaridos justo al lado de mi cuarto mientras yo intento leer literatura barata. Vi derrumbarse nuestro esquema de luz y no pude más que llorar. Mi papá, en cambio, se quedó callado. 

Ha sido un tiempo de desconsuelo y pesadumbre, de ver crecer a la mujer a lo ancho como si de un ballenato se tratara, de elucubrar quién sería (mi padre o yo) el que tendrá que llevarla al Hospital San Ignacio a parir mientras mi madre y mi hermana trapean la fuente recién reventada en nuestro piso de madera.

Ya han pasado ocho meses y medio desde la inseminación y el señalamiento es que ella debe largarse ahora y para siempre. "Un chiquillo mocoso ajeno al núcleo familiar cambia totalmente las condiciones del trabajo; así no nos funcionas. Vete, sé feliz, llénate de vida y de hijos, pero lejos de aquí". Esta situación estaba cantada. La antigua patrona de la embarazada nos hizo durante mucho tiempo la advertencia de que ‘a esa mujer le gustan los hombres’. Tristemente nadie le hizo caso. 

En este escenario, se presentaron todos los elementos idóneos para que arrancara de nuevo una tormenta perfecta. Múltiples llamadas se hicieron en busca de una empleada sustituta pero la oferta cada día es más baja. En adición, a raíz de la experiencia con la ratera debemos ser más precavidos.

Ninguna opción fue satisfactoria hasta el momento en el cual todo iba a estallar. Dios se apiadó de nosotros. Utilizando como instrumento a la abuela de mi mejor amiga, envió a una mujer de buena voluntad. Se llama Ibis (sí, como la cadena de hoteles económicos donde las parejas adolescentes se reúnen para realizar sus travesuras), está recién importada de montería, trabajó con un actor de televisión que por lo demás da sobresalientes referencias de ella y lo mejor, ya no está en edad de embarazarse.

Tenemos nuestras esperanzas puestas en ella así como el catolicismo las tiene en el Papa Francisco. 



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