15 de marzo de 2013

Tragédia Doméstica: ¡EMBARAZO!


Nuestra empleada, una mujer de unos 36 años, se preñó a mediados del año pasado. Por supuesto que pasaron largos tres meses desde la concepción hasta que la mujer le pidió una audiencia a su patrona (mi madre) para confesar la situación.


Hace alrededor de un año nuestra asistente de toda la vida renunció irrevocablemente a seguir prestando sus servicios personales en nuestra morada. Ella había accedido finalmente a su pensión de vejez y la opción de cuidar a sus nietas y ayudar a sus hijos se le presentó como la más viable en ese momento de su vida. En su reemplazo, acogimos a una mujer un tanto mayor, frágil y de buena actitud (aunque a la postre resultara de negra alma y bajas intenciones). La nueva, al cabo de dos meses de iniciar labores, decidió que la mejor manera de agradecer nuestro excelente patronazgo era delinquiendo en el seno de nuestra casa. Se robó una cantidad considerable de bienes preciados no sin antes erigir una fachada taimada de víctima inocente; fue despedida inmediatamente lo que inexorablemente conllevó a la génesis de una tempestad sin precedentes. 

Durante días, si no semanas, las tareas domésticas se distribuyeron entre todos los habitantes de nuestro hogar: mi padre cocinaba muy bien, todos llevábamos los platos al fregadero, mi pobre madre los lavaba hasta altas horas de la noche luego de llegar cansada de trabajar y mi hermana y yo (que en ese entonces estudiábamos durante todo el día) escasamente lográbamos hacer nuestras camas. El esquema se hizo insostenible y la armonía familiar amenazaba con volverse oprobio. Hubo discusiones, peleas, agravios, suciedad, una montaña de ropa puerca y, sobre todo, muchísima angustia hasta el instante en que por fin encontramos a alguien que viniera a apersonarse de los quehaceres de la casa. 

Llegó una mujer conocida, con una actitud amable y un comportamiento aceptable. Parecía que por fin restauraríamos nuestro equilibrio, pero la realidad era aún mezquina y adversa. En julio del año pasado, ante nuestros ojos ciegos, la empleada (en su salida semanal, vale aclarar) decidió tener una merecida sesión de actividades lúdicas en compañía de un hombre amigo suyo. Producto de aquella placentera faena, un vástago se instaló en su interioridad y empezó a crecer dentro de ella. Nadie lo notaba, estábamos embebidos en la eficiencia que demostraba. Y no fue hasta finalizado el año pasado cuando la señora optó por confrontar a mi madre y confesar su fechoría (el crío tendría alrededor de 4 meses de gestación). “En esta casa ya no vivimos cinco sino seis; hay otra persona adicional que crece y se alimenta al lado de ustedes. Su residencia es mi útero”. Shock absoluto. Mi progenitora, sin saber cómo actuar, se quedó callada por una semana entera. No sabía como hacer pública la tragedia y anticipaba las peores reacciones mías y de mi padre. 

Un día cualquiera (posterior al cataclismo), cenábamos chuletas de cerdo y conversábamos animadamente como de costumbre. Cuando íbamos terminando los manjares, la tensión se apoderó del ambiente. Mi mamá, muy angustiada y con lágrimas en los ojos, dijo en un susurro “ella está embarazada…”. Mi primer pensamiento fue el de un lactante pidiendo leche materna a los alaridos justo al lado de mi cuarto mientras yo intento leer literatura barata. Vi derrumbarse nuestro esquema de luz y no pude más que llorar. Mi papá, en cambio, se quedó callado. 

Ha sido un tiempo de desconsuelo y pesadumbre, de ver crecer a la mujer a lo ancho como si de un ballenato se tratara, de elucubrar quién sería (mi padre o yo) el que tendrá que llevarla al Hospital San Ignacio a parir mientras mi madre y mi hermana trapean la fuente recién reventada en nuestro piso de madera.

Ya han pasado ocho meses y medio desde la inseminación y el señalamiento es que ella debe largarse ahora y para siempre. "Un chiquillo mocoso ajeno al núcleo familiar cambia totalmente las condiciones del trabajo; así no nos funcionas. Vete, sé feliz, llénate de vida y de hijos, pero lejos de aquí". Esta situación estaba cantada. La antigua patrona de la embarazada nos hizo durante mucho tiempo la advertencia de que ‘a esa mujer le gustan los hombres’. Tristemente nadie le hizo caso. 

En este escenario, se presentaron todos los elementos idóneos para que arrancara de nuevo una tormenta perfecta. Múltiples llamadas se hicieron en busca de una empleada sustituta pero la oferta cada día es más baja. En adición, a raíz de la experiencia con la ratera debemos ser más precavidos.

Ninguna opción fue satisfactoria hasta el momento en el cual todo iba a estallar. Dios se apiadó de nosotros. Utilizando como instrumento a la abuela de mi mejor amiga, envió a una mujer de buena voluntad. Se llama Ibis (sí, como la cadena de hoteles económicos donde las parejas adolescentes se reúnen para realizar sus travesuras), está recién importada de montería, trabajó con un actor de televisión que por lo demás da sobresalientes referencias de ella y lo mejor, ya no está en edad de embarazarse.

Tenemos nuestras esperanzas puestas en ella así como el catolicismo las tiene en el Papa Francisco. 



12 de marzo de 2013

Conspiración en el Cónclave


Nada me gustaría más en este momento de la vida que infiltrarme entre los cardenales de la Iglesia Católica para participar activamente en el cónclave que elegirá al sucesor de Joseph Ratzinger.  Ejecutar una maquinación en ese sentido, sin embargo, implica correr el riesgo de ser elegido Sumo Pontífice. 


Desde que Benedicto XVI renunció al trono de Pedro he estado pensando en que bien podría yo asistir de incógnito al Cónclave del año 2013. Me será menester copiar los atuendos purpurados y envejecer un poco a punta de maquillaje, volar a Roma en clase ejecutiva y alquilar una piecita en el magnifico hotel Hiberia (de tres estrellas) cerca del palacio del Quirinal. Eso no representará problema alguno y por el contrario, me permitirá acercarme cada vez más a los frescos de Miguel Ángel.

Lo primero que haré será fingir una absoluta imposibilidad para identificarme correctamente. Atinaré a decirle al Camarlengo, en un mediocre italiano, que dirijo un obispado muy pequeño en la sabana de Bogotá, que mi sede eclesiástica se encuentra en la Basílica de San Roberto, que mi cardenalato me fue concedido en el último consistorio del año 2012 y que, por sobre todo, vengo a votar por él, porque lo reconozco como líder pulcro y correcto. Ahí mismo, con seguridad, veré las puertas abrirse para mi toda vez que el Camarlengo preferirá a asegurar mi voto así no esté muy seguro de mi identidad. 

Durante toda esta primera etapa de mi conspiración se llevarán a cabo las sesiones preparatorias del cónclave, pero a ellas no podré asistir porque al hacerlo echaría a perder mi confabulación. Para excusarme de acudir a las reuniones aduciré, al igual que el cardenal Karol Wojtyla en 1978 cuando se dirigía al cónclave que lo eligió como Pontífice, que en la última salida de campo mi vehículo se averió a unos 50 kilómetros del Vaticano y que por eso llegaré tarde, apenas para dejar mis maletas en la residencia de Santa Marta y correr hacia el interior de la Capilla Sixtina.

Participaré en la eucaristía Pro Eligendo Pontífice, donde me ubicaré estratégicamente cerca del verdadero cardenal colombiano. A él le susurraré mi plan y le aseguraré que, si me acolita mi estancia como cardenal elector cum clavis (bajo llave), no sólo votaré por él sino que además le haré campaña entre los cardenales europeos, a quienes compraré subrepticiamente con sustanciosas copas de coñac como lo hizo también varias veces el eterno papable Giuseppe Siri, quien como arzobispo de Génova asistió a cuatro cónclaves (y a dos de ellos como preferiti).

Este, afortunadamente para mi, será un cónclave breve; no me puedo ausentar del altiplano cundiboyacence más que una semana. Desde el siglo el siglo XIX ninguna de las reuniones ha durado más de cuatro días (El cónclave que eligió a Pío XII duró uno, los de Juan Pablo I y Benedicto XVI dos, el de Juan Pablo II y Pablo VI tres, y el de Juan XXIII duró 4 días), aunque esto no fue siempre así. El cónclave de 1268 duró 33 meses y hubiera durado más de no ser porque los habitantes de Viterbo, al norte de Roma, le arrancaron el techo al edificio donde se alojaban los cardenales y les dieron sólo pan y agua para comer a fin de apurarlos. 

Volviendo a mi planeación, debo analizar que existe un riesgo muy serio que he decidido correr. Recordemos que los únicos en la vida reciente del catolicismo que han sido favoritos para el máximo cargo y que a la postre fueron elegidos fueron Pablo VI y Benedicto XVI y que, de resto, las elecciones han sido sorpresivas (para nombrar las dos arquetípicas: Juan Pablo II y Juan XXIII). En esta ocasión no será distinto. El Colegio Cardenalicio está muy polarizado y eso es algo que puede trastocar un poco mis esquemas de vida a futuro. Luego de un par de fumatas negras se evidenciará en la Capilla que es necesario buscar un candidato alterno que unifique los dos tercios de los votos para desatorar los comicios. Ese aspirante alternativo podría indudablemente ser yo en razón a mis cualidades intrínsecas y a los varios licores que ya le habré suministrado a todos los sufragantes. Me elegirán y aceptaré encantado el encargo incluso a pesar de que al arzobispo de Bogotá le de un derrame cerebral de la envidia.

Mi primer acto de pontificado será ratificar inmediatamente el canon 332 §1 del Código de Derecho Canónico y el artículo 88 de la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis que señalan que cualquier hombre católico bautizado puede ser Papa. Así ya no quedarán dudas de mi elección. En ese mismo momento confesaré que ni siquiera soy sacerdote y que requiero inmediatamente al decano de los cardenales para que me ordene. Con posterioridad a mi unción como clérigo, elegiré el nombre de Docuro I (por ser éste un acrónimo de Dolebis, Cum Rogaberis -que significa Desgraciado en latín-) y saldré a dar la bendición urbi et orbi.

Será para el mundo entero una sorpresa pero no habrá razón para alarmarse. Prometeré solemnemente sacar a la Iglesia del atolladero en el que está, recuperaré a los fieles que han migrado a falsas iglesias de garaje, modernizaré la institución haciéndola más humana pero sin perder su esencia y seré un verdadero guía espiritual. 

Posiblemente, al igual que Juan Pablo I, mi deceso se produzca pronta y repentinamente y se origine así un nuevo cónclave o tal vez mi pontificado dure mucho dada mi juventud. La extención de mi mandato no tendrá como referencia la edad sino mis obras. Juan XII, “el Papa Fornicario”, tenía apenas 16 años cuando fue elegido Pontífice en el año 955 y tan solo duró nueve años en el asiento del Apóstol.

8 de marzo de 2013

El Desgraciado Llora en el Trabajo

Yo no sé si el inicio de la vida laboral es tan traumático para todas las personas como está siendo para mi. Aquí mi experiencia.


Hace un par de años, por recomendación de un amigo mío cercano, terminé trabajando para quien fuere mi profesor de derecho societario. Él, uno de los abogados comercialistas más reconocidos en la materia, me asignó la tarea de estar pendiente de su oficina y de sus negocios en razón a que durante ese periodo tendría que ausentarse de la ciudad por espacios cortos de tiempo. El trabajo encomendado consistía fundamentalmente en cuidar de su santuario jurídico, lo que me significaba estar en contacto con sus clientes y empezar a empaparme de sus quehaceres. El panorama parecía fascinante. Sin embargo, con el pasar de los días, me percaté de que tal paraíso nunca existió. Mis funciones no eran más que las de cualquier secretaria competente y me convertí en blanco de preguntas y afrentas que con mi escaso conocimiento no podía resolver. 

El primer cometido que mi nuevo jefe me encargó fue el de redactar, en inglés, un contrato de compraventa de acciones en el que una entidad del sector agropecuario adquiría otra compañía cuyo objeto social se presentaba como conexo al de la primera. Las cifras eran astronómicas, las cantidades accionarias fueron abrumadoras, y así, el negocio jurídico que yo debía estructurar con mi propio y mediocre intelecto, parecía un laberinto sin salida. 

Por supuesto que a mis escasos 22 años yo ni siquiera sabía de la existencia de ese tipo de acuerdos por lo que, en mi inocencia de recién empleado, opté por preguntarle a mi comendador: "Doctor, ¿me podría ayudar a redactar el documento?" Su respuesta fue tajante: "No tengo tiempo, le voy a mandar uno que ya está hecho y usted solamente tiene que cambiar los nombres de las partes y acomodar las condiciones del negocio". Me pareció justo. Bajo esa premisa el quehacer no parecía tan complejo. Recibí el contrato guía, lo leí y ahí mismo vi mi mundo caerse a pedazos. El texto que me llegó era totalmente diferente a lo que se me pedía. 

Con mucha entereza y esfuerzo logré confeccionar un escrito con algunas notas al pié de página y apartes subrayados con el fin de pulir las falencias bajo la orientación del Doctor. Se lo mandé y cuando él vislumbró mi documento lleno de párrafos resaltados y apuntes con preguntas, se puso furioso y me dijo que en su oficina "nadie escribía en amarillo", que hiciera una versión final como si fuera a entregárselo al cliente y que únicamente ahí el revisaría. Me repuse e hice lo que se me ordenó. Lo envié de nuevo, pero ahora palabras amargas taladraron mis oídos: "reestructúrelo, está muy largo, la mitad de las cláusulas son impertinentes y están mal redactadas". Lo volví a hacer desganado y lo reenvié. "¿¡¡Dónde está la cláusula que estipula que las partes retendrán las utilidades del ejercicio inmediatamente anterior!!?" me señaló con saña. "Ahí está Doctor, en la página número 32". "Ah, si, pero sabe, esa estipulación está muy 'chimba', vuelva a redactarla". Sin saber que más hacer, acudí a  mis amigos, abogados y no abogados, para entre todos sacar adelante el contrato. Lo despaché y en esta ocasión el señor muy comedido y generoso contestó un muy diciente "ok".

Por fortuna, la siguiente semana el Doctor se largó de viaje y ahora era yo quien estaba a cargo. ¿Pero a cargo de qué? la oficina se componía de una secretaria, y yo. Bueno, al menos el tirano estaba lejos y podría yo tener un poco de paz. En esos días, empero, no tuve nada que hacer salvo contestar llamadas y dar órdenes de pago de cheques. La circunstancia se hizo insoportable. Me levanté todos los días como una plañidera pensando en la tristeza de tener que gastar mis tardes de estudiante en un búnker de mala energía jurídica así que renuncié mediante una comunicación enviada por correo electrónico en la que, además de disculparme, rogaba unos minutos para agradecerle físicamente la oportunidad que me otorgó. (Sí, muy descortés hacerlo por email pero preferí ser grosero a tener que exponerme de nuevo a una humillación). Pasados unos poquísimos minutos y tal como era de esperarse, el Doctor contestó con un locuaz "ok, no tengo tiempo para reuniones." Y así me fui, alivianado por haber salido del infierno. Duré 15 días de empleado (jornadas que por cierto no me remuneraron de ninguna forma).

A raíz de la antedicha experiencia quedé traumatizado con el derecho y con el mundo laboral. Aún hoy, luego de terminar mis materias, me da pánico cuando me toca pensar en trabajar. Me da ansiedad, insomnio y un sentimiento incontrolable de estar equivocado. Esta cadena de dolores me ha obligado a encerrarme en mi casa a escribir entradas de blog para ver pasar el tiempo sin sentirme del todo improductivo.


5 de marzo de 2013

Hipo Mortal



Hipo Mortal 

El hipo es un estado corporal en el que el diafragma y los músculos intercostales se contraen espasmódicamente de manera repetitiva e involuntaria generándose así una fuerte inhalación de aire. Y ya, hasta ahí el hipo. O eso era lo que yo creía. 


El viernes pasado me reuní con un par de amigos en mi casa a cocinar un lomito al trapo. Los hombres tomamos unas cervezas Águila y Póker aprovechando sus nuevas botellas retornables de 750 centímetros cúbicos (perfecto tamaño para un buen bebedor) que se consiguen únicamente en poquísimas tiendas de barrio a un módico precio sugerido de $2.300. Las niñas, por su parte, se dedicaron al espumante rosado.  

Tuvimos una conversación muy agradable a lo largo de la cena acompañados de la mucha bebida y poca comida. Durante la sobremesa (que es sin dudas el momento más álgido para discusiones) el debate versó acerca de qué deberíamos consumir de postre. Unos mencionaron enfáticamente que estarían dispuestos a asesinar por un chocolate o una galleta, otros dijeron que preferían los ponqués y los restantes argüimos que sería mejor un pousse café en vez de tantos carbohidratos. Todo transcurría bajo parámetros de normalidad hasta que repentinamente uno de mis invitados (el mayor de todos pero tal vez el más afable), el Pote,  tuvo un pequeño ataque de hipo. (Hip!)

Las mofas no se hicieron esperar. ¿Dos cervezas y ya alicorado? (hip!). Pasados unos momentos me percaté de que el ritmo del hipo (hip!) iba en aumento y asimismo crecía la angustia de quien lo sufría (hip!). “¿Gordo qué es lo que te pasa?” le dije. (hip!) “cálmate es solo hipo”. Su ansiedad era evidente. Sus continuas y adorables carcajadas (hip!) fueron substituidas por una expresión de miedo inexorable así como por aquel silbido pulmonar que sólo se produce por esa contracción del diafragma. “Es que, (hip!) he estado cinco veces (hip!) en la clínica por hipo… (hip!)” atinó a decir. Un silencio mortuorio se coló en el comedor. Ni siquiera la música de fondo pudo cubrir el sentimiento funerario de los allí presentes. Estábamos asistiendo al entierro de nuestro querido compañero de mesa (hip!).

Entre convulsión y convulsión el Pote nos contó que en efecto sufre de “singultus”, como se denomina científicamente el hipo persistente, y que ha tenido crisis de hasta 5 días completos con hipo. “El nervio frénico (hip!) controla la contracción y relajación del diafragma (hip!). Si el nervio frénico envía impulsos anómalos (hip!), el diafragma se contrae de forma repentina (hip!) provocando una inspiración súbita anormal (hip!) y el cierre brusco de la glotis (hip!)”. Nos miramos unos a otros entre fascinados y estupefactos sin saber cómo reaccionar (hip!). Para quebrar el creciente pánico logré encontrar un dato curioso dentro de mi conocimiento inútil: “Los hipos persistentes afectan únicamente a un individuo de cada 100.000”. Todos reímos nerviosamente. Hasta el mismo Pote se atragantó entre los espasmos y la risa, lo que hacía parecer que todo volvía al cauce de serenidad. Pero no fue así. 

Tranquilos (hip!)” dijo el del diafragma epiléptico, “si todo se agrava necesitaré (hip!) una altísima dosis de Rivotril que es una droga que deprime el sistema nervioso central (hip!), relaja los músculos (hip!) y me pone a dormir delicioso (hip!)” 

El evento estaba al borde del colapso. Me veía pidiendo una ambulancia y explicándole al paramédico en mi incipiente estado de ebriedad que mi amigo el Pote se estaba muriendo de hipo. La ambulancia no vendría porque a todas luces parecería una pega y así, los que me visitarían al día siguiente serían los forenses. Me vislumbraba teniendo que recitar un discurso de tristeza en su entierro y se me alteraba el espíritu al pensar que los dolientes se iban a reír a carcajadas cuando dijera en voz alta que nuestro querido Pote había fenecido por un ataque de hipo. 

Pasados varios minutos de extrema tensión oímos finalmente un alegre grito triunfal de nuestro Pote que puso punto final a nuestra histeria: “Cálmense todos, ¡estoy de regreso!”. Su hipo había desaparecido, se trató de una falsa alarma.

***

El chino de chinos: Cooking Taichi 

El domingo pasado almorcé en un nuevo restaurante chino que, al parecer, está de moda.  


El establecimiento busca, a partir de la importación de cocineros de origen, unir en un solo lugar la comida tradicional de al menos seis regiones de China. Tiene una carta provocativa (y algo pretenciosa) y su ambiente, incomprensible para mis ojos occidentales, es tremendamente chino (no me referiré a él pues cada cultura tiene su estilo y visión propias). 

Creo que vale la pena conocerlo pero no recomiendo ir más de un par de veces. El servicio es absolutamente pésimo aun cuando los meseros tienen la mejor voluntad para servir. La comida, si bien no es espectacular, está muy bien en términos de sabores y presentaciones. El lomo en salsa de sal y pimienta estaba rico aunque este último de los ingredientes parecía ausente, los arroces son aceptables, los dumplings son correctos (en este país es difícil conseguir un dumpling decente) y las bolitas de camarón son curiosas y sabrosas. El pato Pekín ha de ser ordenado con al menos 24 horas de anticipación, alcanza para 4 personas y vale $220.000. Puede ser una opción interesante para la segunda y última vez que visite este sitio.

El esfuerzo es loable y esta ya es razón suficiente para darle el beneficio de la duda. Así que adelante, de seguro les saldrán unos platos comestibles e interesantes.

Por último, quisiera hacer notar que sería muy enriquecedor poder leer la descripción contenida en la página web del propio restaurante pero lastimosamente está en chino: "Cooking Taichi es uno de los más exquisitos placeres culinarios más finos de Bogotá. Ubicado en la zona mas populares de Bogotá donde toda Asia se unen armoniosamente en un elegante restaurante oriental único, en Colombia".

1 de marzo de 2013

¿Cómo se escribe una buena columna? (Recordando a D'Artagnan)

Desde que inicié este Blog estoy en mora con un ser muy especial que, aunque ya no pertenece a nuestro mundo, vive en la mente y en los recuerdos de muchos. Su memoria, sin lugar a dudas, ha influenciado cada palabra publicada por mi. 


Hace cuatro años, luego de una dolorosa y humillante batalla contra una maldita enfermedad, Roberto Posada García-Peña partió de entre nosotros seguramente al lugar que se ha dispuesto para las almas buenas. Y es que precisamente esa siempre fue su esencia. Lo recuerdo generoso, inteligente, jocoso, irreverente, pero sobre todo como un espléndido y admirable opinante. Y cómo me ha servido esto último para pulir mi naciente (y por lo pronto mediocre y vulgar) estructura mental de escritor.

Durante su desafortunadamente corta existencia, D’Artagnan se erigió como un periodista cabal. Entendió, como pocos, que la convicción personal expresada con decencia, pulcritud y firmeza, puede traspasar las fronteras de la propia mente y que una vez exteriorizada, es susceptible de tener trascendencia e influencia en la visión general del conglomerado que la recibe. Eso es, a la postre, lo que quiere todo sujeto que opta por manifestar públicamente su producto intelectual más primario: la opinión. 

En la conmemoración del aniversario de su muerte me adentré un poco en el análisis del periodismo y me pregunté ¿cómo se escribe una buena columna? ¿de dónde salen la ideas? Muchas vueltas le di a esos interrogantes pero no encontré ninguna respuesta. Sorpresivamente, cuando ya esas cuestiones habían perdido relevancia, una noche en sueños me encontré con Posada. Estábamos en Madrid, en un bar de barrio, comiendo gambas al ajillo y tomando Drambuie (¿o era Framboise?) cuando de la nada me dijo: "Aparte de leer absolutamente todos los periódicos y revistas, debo decir que aprovecho mucho los almuerzos y determinadas reuniones (no necesariamente sociales, aunque también) para hablar con la gente, y de tales diálogos surge casi siempre la idea alrededor de un tema generalmente coyuntural". 

"¡Claro!" Espeté yo. "A ti te encanta escribir sobre la noticia del momento. ¿Por qué es eso?" 

"[Hacerlo me permite] interpretar a algunos sectores sociales así estos no se identifiquen del todo con los planteamientos expuestos" me respondió. Entre confuso y agradecido por su respuesta, opté por continuar con la charla. 

"No pareciere complejo encontrar una idea. Una vez la tenemos ¿luego qué sigue?" Lo interrogué. 
"Una vez surge la idea en la mente del columnista está prácticamente hecho el 50 por ciento del trabajo". Me puse muy feliz.  
"¡Qué magnifica noticia!" exclamé (y para mis adentros pensé que llevo buena parte de la vida haciendo la mitad del trabajo de un periodista de opinión). "¿Cuál es ese otro 50% de la labor que, al parecer, es lo fundamental de ese bello oficio que tu has sabido manejar tan bien?" 
"Querido Desgraciado" me dijo D’Artagnan, "Tener una idea y tenerla clara es el factor básico para poder armar los sustentos del comentario. Es decir, las premisas que, con cierta racionalidad, se pretenden desarrollar". 

Plop! ¿Qué habrá querido decir? pensé y logré rogarle que no nos pusiéramos tan técnicos. El sueño rápidamente se estaba tornando en una pesadilla que de seguro terminaría en un examen oral, cuando continuó el periodista "tu estudias Derecho ¿no? Haz de cuenta entonces que es como un alegato. [Yo también soy abogado.] No puede negarse que, para dichos efectos, el haber estudiado [esa carrera] le ofrece a uno, a la postre, herramientas claras sobre la concepción del Estado, los partidos y la función de la prensa en una democracia." 

Me tranquilicé un poco, cada vez más entendía hacia dónde se encaminaban sus consejos y enseñanzas. Prosiguió Posada "Más no basta con ser buen jurista, si de eso se tratara. Hay, además, que saber escribir y hacerlo con elegancia, fuerza y capacidad de penetración. Con claridad y, evidentemente, con agilidad. Y tal lección nunca termina, sino que se aprende con cada columna…" 

Desperté estrepitosamente, eran las 3:42 AM. Todo fue tan real que hasta me sentí un poco alicorado. Hace un par de minutos me encontraba en Madrid en un escenario ideal, conversando con quien fuere el columnista más leído de Colombia y ahora estaba en la simple e insípida Bogotá (aunque esta vez, al menos, tenía un par de instrucciones nuevas que de ipso facto me senté a redactar). 

Gracias, Roberto, por tanto.  

* * *

El diálogo con D’Artagnan fue inspirado en un artículo suyo: “¿Cómo escribo mis columnas?” en POSADA, Roberto. (2000) El Arte de Opinar –Lecciones de periodismo de opinión. Bogotá: Editorial Oveja Negra