23 de abril de 2013

El Desgraciado va a Psicoterapia

A raíz de mis experiencias de las últimas semanas decidí acudir, de nuevo, a psicoterapia. Dilucidé mucho acerca de si volver o no a donde mi antiguo psiquiatra o si sería conveniente decantarse por alguien nuevo. Después de muchos pensamientos y de una ardua búsqueda, por fin encontré en la hermana de una muy cercana amiga de la universidad al terapeuta idóneo. Se trata de una mujer joven y linda que, además de haber estudiado psicología, tiene la sabiduría milenaria de las culturas asiáticas producto de varios viajes físicos y espirituales que ha hecho por el oriente.

Llegué a un consultorio cálido y acogedor, muy parecido al de mi antiguo analista (¿será que en la universidad les enseñan exactamente cómo disponer el mobiliario y cómo decorar la habitación?). Me encontré con la psicóloga quien muy amable me invitó a sentarme y en menos de nada me encontré vociferando en contra de la vida y exponiendo la infinitud de sentimientos negativos que residen en mi alma. Un ataque de ansiedad me tomó por sorpresa ahí mismo: taquicardia, sudoración excesiva, respiración acelerada y tensión muscular se reflejaron en todo mi cuerpo. Me sentí como un gato encorvado a punto de atacar a mi nueva psicóloga pero ella, muy pausada, logró organizarme de tal forma que convirtió a la angustia en el camino para exponer las desventuras de mi existencia.

Luego de un relato torpe e incompleto de lo que ha sido mi vida reciente se evidenció mi inconformidad con el statu quo. En este escenario la terapeuta optó por hacerme una propuesta psicológicamente indecente: "¿qué tal si ponemos a dialogar a tu esfera racional con tu yo emocional? Seguro que tendrán muchas cosas que decirse mutuamente...". Accedí a ello. Situó una silla vacía en frente de mi y me pidió que cerrara los ojos.

Hice todo lo que me ordenó: quedar momentáneamente ciego a su merced, respirar profundamente, y hasta entrar en un estado de concentración que me conectó con el momento presente (nunca he creído en la meditación por considerarla etérea e irreal, sin embargo, ante mi actual desequilibrio emocional y energético me di permiso de intentarlo). Dijo con su voz amable que mis indicadores somáticos debían ser tenidos en cuenta y me exhortó a analizar cada célula de mi aún joven cuerpo y prosiguió: "En este instante tu mente racional y tu cuerpo emocional están separados. En la butaca frente de ti tienes sentada a tu mente. Tu eres ahora únicamente tu dimensión corpóreo-emocional. ¿Qué quisieras decir?"

Mi cuerpo intentó convulsionar en un ataque sentimental sin precedentes. Sentí la ira viva en el pecho, la ansiedad inmisericorde en el estomago, la frustración amenazante en los brazos y las ganas de salir corriendo en las piernas. No había quien controlara todo eso pues la Mente ya no estaba encargada de subyugar a las emociones, la Mente estaba en frente de mi, observándome burlonamente. Con mucho cuidado le dije lo muy triste que me sentía: "no puedo creer que seas tan rígida y no me dejes tener la posibilidad de expresarme. No puedo creer que insistas en quedarte anclada en un momento cómodo simplemente por ser cómodo...". El tono que utilizaba mi yo emocional iba en aumento: "¡No entiendo por qué insistes en obligarme a utilizar la rabia y la ansiedad como mecanismos para sentir que la vida no está vacía! ¿¡Por qué carajos le das cabida únicamente a la angustia y me haces sentir tan insignificante!? ¡COÑO! ¡Tu también necesitas de mi para trazar un camino!"

Quedé en silencio. "Sigue con los ojos cerrados", me instó la psicóloga, "y ahora cambia de puesto, siéntate en la silla de enfrente". Ya no me encontraba en los zapatos de mi yo emocional sino en los pies de mi Mente a quien yo mismo acababa de insultar hacía unos momentos. "Respira, conéctate con la Mente, y recibe todo lo que te acaban de decir... Desde este nuevo rol, ¿qué respondes?"

La Mente, tremendamente prepotente y airada, reafirmó que el control lo tiene ella y que no está dispuesta a modificar su esquema: "Lo siento si te estás sintiendo aprisionado en mi estructura, pero es lo que considero conveniente para que finalmente encontremos un camino. Me encantaría fluir como tu,  pero sin mis parámetros no vamos a llegar a ninguna parte". Un instante adelante volví a cambiar de lugar. De nuevo personifiqué a mi yo emocional y le dije "Mente, no seas prepotente. Si ambos dialogamos vamos a poder salir de esta petrificada zona de confort que nos es tremendamente inútil ahora..."

Volví a cambiar de puesto exhortado por mi psicóloga. Otra vez fui la Mente y manifesté: "mira cuerpo emocional, me da miedo darte a ti el control porque no sé a donde nos vas a llevar. Prefiero tenerte dominado, así puedo ser yo quien decide... Míralo como quieras, pero a mi parecer estás jodido..." Quedamos en silencio los tres: la terapeuta, mi yo mental y mi yo emocional. Fue necesario volver a cambiar de lugares y cuando retomé el rol de cuerpo sentimental, sentí una brutal necesidad de golpear a la Mente: "¡a ver, no seas tan Desgraciada, con tu rigidez no me jodiste a mi, nos jodimos ambos!"

La discusión entre mi razón y mi emoción duró casi una hora. La terapia más parecía un episodio de un paciente con trastorno de identidad disociativo (personalidad múltiple) o quizás la de un esquizofrénico. En una primera circunstancia, mientras me abrogaba el papel de mi Mente, actuaba como un dictador mientras que a los pocos minutos, al cambiarme a la silla de en frente, me veía a mi mismo como un ser sumiso que rogaba que lo dejen actuar para participar también en las decisiones de la existencia.

Al cabo de varios cambios de posición y gracias a las oportunas intervenciones de mi psicoterapeuta, mi yo racional y mi yo emocional trataron de llegar a un acuerdo: el primero se flexibilizaría un poco y tendría en cuenta lo que dice el segundo, pero siempre que éste mostrara resultados favorables. De lo contrario aquel volvería a retomar el control.

Abrí los ojos y me encontré otra vez en el consultorio, frente a una silla vacía y con la psicóloga mirándome. Me pidió que unificara todo lo que había vivido, me hizo ver que ambas partes en conflicto no son más que componentes de mi persona y que tratara de hacer cumplir el pacto entre la Mente y la emoción. 




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